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martes, 28 de febrero de 2017

Crónica de las tortillas

En el año de 1982, mi madre y yo emigramos de Milpa Alta para ir a vivir con mi madrina por un tiempo al pueblo de San Gregorio Atlapulco, en Xochimilco. Yo tenía entonces ocho años y las calles en su mayoría eran abruptas, sin pavimento, ni drenaje, ni coladeras. Durante el otoño y el invierno, las piedras lastimaban las plantas de mis pies a pesar de las gruesas suelas de goma de mis zapatos; pero en temporada de lluvias era para los niños de la calle 21 de marzo un verdadero parque de diversiones con chapoteadero, en el que nos divertíamos hasta que el día se tornaba oscuro ante la falta de luz artificial. Recuerdo que mi madrina, Doña Flora Serralde, todas las mañanas ponía a cocer un cuartillo de maíz, a veces amarillo, a veces azul, en el tlecuil, le agregaba un puño de cal y lo dejaba sobre el fuego hasta que los granos tuvieran el punto de cocción exacto, ni un minuto más, ni un minuto menos; era entonces cuando cambiaba su nombre original por el de nixtamal, lo colaba y lavaba minuciosamente para asegurarse de que no quedara en él ni una sola cascarita que pudiera afectar la tersura de la masa con la que haría sus tortillas. Para ese entonces muchas mujeres ya se habían liberado del metate pues en el pueblo había dos molinos, uno en la avenida principal, muy cerca de la plaza y otro en el barrio de San Juan. La encargada de llevar el nixtamal a moler, era yo. A mí me gustaba porque podía quedarme con el cambio y comprarme siempre una paleta de grosella en la nevería que estaba al lado. Este mandado tenía que hacerlo en el menor tiempo posible pues mi mamá me esperaba ansiosa para ir a hacer las tortillas a los comales comunitarios, donde te cobraban según el peso de la masa que llevaras. Luego esperabas tu turno hasta que se desocupaba alguna de las máquinas que funcionaban a base de una palanca y rodillos. Estos artefactos eran capaces de transformar como por arte de magia una esfera de masa que cabía en el hueco de una mano, en una redonda, perfecta y suave tortilla que sutilmente se depositaba sobre el enorme comal que medía tres metros de diámetro, aproximadamente. La sincronía era perfecta: hacer la bolita, ponerla en la plancha, girar el rodillo, presionar la palanca, girar nuevamente el rodillo, colocarla en el comal, voltear la otra que ya estaba lista y retirar la que ya se estaba inflando; todo esto requería de mucha destreza. Alrededor de esta soberbia fuente de calor que se alimentaba con petróleo, se encontraban unos cinco o seis aparatos de estos, cada uno de ellos, ocupado por alguna mujer de trenzas o de pelo corto, pero que de la misma manera afanosa se esmeraban en llenar cuanto antes el cesto elaborado con tules de Santiago Tulyehualco y armoniosamente cubierto por una servilleta bordada a mano y tejida a ganchillo por sus cuatro orillas. Una vez terminadas las tortillas, las señoras y señoritas salían presurosas, con las mejillas rojas como dos jitomates, pero contentas de haber terminado antes que las demás para poder llevarlas a la mesa, todavía calientes, y así acompañar el exquisito pescado en salsa verde con lengua de vaca. Cuando cumplí once años, nos regresamos a Milpa Alta, donde al parecer, no se transitó por el mismo proceso en la elaboración de tan vital alimento; aquí pasamos del tlecuil a la tortillería sin ningún intermedio. Mi madre ya no me mandó más al molino y tampoco hubo más paletas de grosella, ahora me mandaban todos los días por un kilogramo de tortillas con Doña Herminia de San Mateo, Don Abraham frente a la Iglesia Grande, Don Javier en el mercado, con Marthita en Santa Martha, con Don Fernando rumbo a La Luz o bien, con Doña Juanita entre el barrio de La Concepción y Santa Cruz, quien por cierto siempre tenía un salero dispuesto para los niños de brazos que gustaran de una tortilla calientita, enrollada por sus generosas manos. Este encargo era una tarea que se hacía por la mañana ya que las tortillerías cerraban entre la una y las tres de la tarde, por eso cuando no encontrabas en una, corrías a la otra para no quedar mal. Esta encomienda a pesar de obligarnos a formar por hasta media hora o más, no era aburrida del todo, en la fila te enterabas de las últimas noticias del pueblo, escuchabas hablar del chupacabras o de la mujer lobo que se había escapado de una escuela de medicina cercana y que merodeaba por las casas aisladas del pueblo, veías a los perros jugar mientras esperaban a sus dueños y a medida que te ibas acercando al despachador, podías admirar aquella máquina de cuatro metros de largo que fabrica cientos y cientos de tortillas en tan poco tiempo. Siempre me impresionó la fuerza de hombres y mujeres que cargan entre sus manos como quince o veinte kilos de masa para colocarlos cuidadosamente en el depósito que se encarga de ir dosificando cada porción para que todas las piezas sean idénticas en peso y tamaño, verlas desfilar lenta y continuamente hasta el hueco donde se acumulan suficientes para completar el peso deseado, era algo que me hipnotizaba. Hace mucho que no voy a una tortillería, aunque ahora hay muchas más de las que yo conocí cuando era niña; ahora las espero en la comodidad de mi casa pues en el dos mil catorce a alguien se le ocurrió que podría ofrecerlas a domicilio, esta idea fue muy bien recibida por las amas de casa pues ahora solo permanecemos alertas para oír el ruido de la motocicleta y el ya clásico grito de: ¡las totillaaaaaas!, entonces salimos, ahora ya sin servilleta, entregamos la moneda de diez pesos y a cambio nos dan un paquete bien envuelto en una película delgada de plástico. Ha sido tan buena la aceptación que muchos otros vendedores no tardaron en copiar tal modelo de distribución, ahora puedo escuchar el pregón hasta tres veces al día, ya solo falta que ahora sean ellos los que se formen en mi puerta. Por mi parte, yo espero que algún día también se decidan a traer paletas de grosella.
Martha Retana Zamora 11 de mayo de 2015

sábado, 12 de noviembre de 2016

La vida de nuestras abuelas. El ciclo de vida de la mujer milpaltense antes de la modernidad.

Esas mujeres de blanco y negro que miramos en las fotos antiguas, alguna vez fueron niñas de ojos de carbón chispeante, nacidas en jacales y casas de piedra, con techos de tejamanil. Sus padres supieron de su sexo hasta el mero día de su nacimiento, - ¡mujercita! -, decía la partera que atendía el alumbramiento, sobre un petate en un rincón de la casa humilde. Esta palabra era escuchada por la madre a veces con alegría, pero a veces también con tristeza, y es que la vida de nuestras abuelas, bisabuelas, tatarabuelas y choznas no fue fácil. Desde su nacimiento sus días estaban marcados por arduas horas de trabajo, amor y sacrificio. Desde niñas fueron educadas para servir a la familia; fueron dóciles, discretas y diligentes. Pocos momentos hubo destinados al juego, este, más bien se intercalaba entre las actividades del hogar: mientras la madre hacía tortillas en el tlecuil, ellas con sus tiernas manos jugaban y aprendían a hacer lo mismo; de igual forma sucedía con el resto de las tareas: cuando iban a lavar a alguna barranca o pozo, cuando cocinaban, cuando cuidaban a los hermanitos, cuando recolectaban leña y a carreaban agua para las necesidades de la casa. Su incorporación al trabajo doméstico se daba de forma natural. No había juguetes, pero la imaginación era suficiente; unos trastos viejos eran perfectos para “hacer la comidita”, un pedazo de trapo relleno de zacate o totomoztle y atado con un cordón, se convertía en la amada muñeca, que a su vez era una hija imaginaria. Con los pies desnudos corrían detrás de conejos del campo y sus risas se mezclaban con el canto de los pájaros. La instrucción formal les estaba negada, las afortunadas cursaban hasta el segundo año de primaria y sólo alguna que otra rebelde con padres más o menos pudientes iban más allá del cuarto año. Con la menstruación, iniciada entre los 13 y 15 años de edad, comenzaba también una nueva etapa, los rostros manchados de lodo se desvanecían para dar paso a la brillante lozanía y el rubor natural en las mejillas; con enaguas hasta los tobillos, descalzas y el cabello atado en frondosas trenzas, se paseaban por el atrio de la iglesia los domingos. Las jovencitas de 14 años eran las privilegiadas para cargar a la virgen en la fiesta patronal. Era también la edad del cortejo, suscitado especialmente en dos circunstancias: cuando iban por el agua o bien cuando iban a lavar la ropa por las mañanas. Casi todas se convertían en madres a temprana edad, ya sea por causa de un matrimonio prematuro o porque se hacían cargo de los hermanos más pequeños. Sus frágiles espaldas se fortalecían con el peso de un infante que envuelto en un rebozo descubría el mundo desde las alturas. Cuando alguna muchacha resultaba casadera, el pretendiente acudía a pedir su mano, incluso a veces sin haber cruzado una palabra con la futura esposa; los padres del novio y de la novia arreglaban la boda y estos últimos recibían a cambio el tributo que consistía en cueros de pulque, animales de corral, maíz, frijol y otros productos, emanados de los terrenos y el trabajo del interesado. Con el matrimonio los quehaceres y los hijos dejaban de ser un juego para convertirse en la directa responsabilidad de la nueva esposa, el bienestar y el sustento de la familia eran asumidos con una total entrega, se levantaban de madrugada para moler la masa en el metate, hacer las tortillas y la salsa de molcajete que el marido se habría de llevar a la faena del campo. Sin embargo; a pesar del aumento en sus compromisos, no pasaban a ser independientes, una nueva figura aparecía en su vida: la suegra. Ella se encargaría de supervisar que las cosas estuvieran bien hechas: el nixtamal en su punto, la masa bien molida, las tortillas bien redondas y esponjadas, los frijoles suaves y espesitos; el jacal barrido, las plantas regadas, el agua almacenada; los animales bien comidos; la ropa del señor limpia y muy alisada, lo cual era todo un reto si pensamos que el instrumento era una plancha de carbón. Pero las mujeres mayores no sólo eran capataces de las nueras, también eran y son el receptáculo donde se almacenan siglos de conocimiento y experiencia. Son ellas las que saben curar un empacho, quitar el mal de ojo, utilizar las plantas para aliviar diferentes males: el marrubio, el ixtafiate, el gordolobo, el árnica, el romero, el pirul y otras tantas; también conocen las que son comestibles: los quelites, la lengua de vaca, la verdolaga, las malvas, la puntas de chayote, el tomatillo, la yuca, los hongos silvestres… saben cuándo es tiempo de preparar la tierra, de sembrarla y de cosechar. Están llenas de historias, de anécdotas y leyendas; ellas ven lo que los seres comunes no vemos: se dan cuenta a primera vista si estamos tristes, preocupados o enojados y muchas veces tienen las palabras precisas para levantarnos el ánimo. Nadie como ellas entiende el valor por la tierra, por la familia y lo importante de conservar los más altos valores. Han vivido a conciencia, con valentía y trabajo hasta el fin de sus días; de esto somos testigos, pues lo mismo las encontramos vendiendo en algún puestecito del mercado, barriendo la banqueta, regando las plantas como si regaran sus propias vidas, remendando, cosiendo, tejiendo… Sea pues nuestro más sincero reconocimiento para estas valiosas mujeres.

                                                                                                                         Martha Retana Zamora


domingo, 16 de marzo de 2014

5 de marzo: Aniversario del Mercado Benito Juárez.

Por Martha Retana Zamora
Inaugurado el 5 de marzo de 1960 por el presidente Adolfo López Mateos y el regente Ernesto P. Uruchurtu. Ubicado en Av. Yucatán Sur, esquina con Jalisco.
En los puestos establecidos podemos encontrar carnes, frutas y verduras; así como una gran variedad de alimentos preparados a muy buenos precios.
Paralelamente también existe un tipo de comercio más informal pero siempre constante y que es el vestigio más claro de lo que fue el “tianquis”. Está compuesto en su mayoría por mujeres de edad avanzada que ofrecen sobre huacales de madera frutos de sus huertos, xoconostles, huevos de gallinas y guajolote, hierbas aromáticas (epazote, cilantro, hierbabuena, etc),frijol, maíz, hojas para tamal.
Los días de plaza son miércoles y sábado. En estos días llegan al mercado comerciantes de pueblos y estados vecinos como del Estado de México y Morelos a ofrecer sus mercancías.
Por último, también tenemos el comercio de temporada que obedece al tiempo de lluvias y a las festividades de la región. Durante el verano encontramos puestos a los que les basta un plástico sobre las banquetas para ofrecer los productos “criollos” como ellos le llaman: calabacitas, chilacayotes, habas tiernas, flores de calabaza, chiles manzanos, elotes azules, frutos del huerto, hongos silvestres, etc.
Los comercios más significativos en cuanto a festividades son: la ropa para el niño Dios por el motivo de la Candelaria, las palmas, romero y plantas de trigo para bendecir en la Semana Santa. En noviembre no pueden faltar el pan, fruta y todo lo necesario para las ofrendas de día de muertos, en diciembre adornos navideños, fruta y piñatas para las posadas y en enero comenzamos el año con las deliciosas roscas de reyes caseras.
Desde hace unos meses, este edificio mercantil atraviesa por un proceso de restauración en su fachada, drenaje, pisos y techo. Sin embargo; los puestos han permanecido intactos, de modo que el contraste entre lo nuevo y lo antiguo es evidente. Los habitantes de la demarcación y usuarios constantes esperamos que la remodelación pueda llevase a cabo de forma completa.